El 24 de febrero de 2020 me
subí a la balanza y me llamó “puto gordo de mierda”. Es más, me dijo, “bajate
ahora mismo que me hacés daño”. Me ofendí. Al día siguiente lo intenté de
nuevo. Mismo resultado, “te va a pesar tu puta madre, gordo cretino”.
Bien, ante esto concluí que
mi balanza último modelo no te pesa sino que te interpela. La intenté embalar
de nuevo y metérsela por el orto a los que me la habían vendido, pero me llamó
“cagón” y le dije “está bien, juguemos”. Me pesé en la de toda la vida, la que
solo marca hasta el 120 y la muy hija de puta se posa en el 6 o en el 7, que
desde lejos no veo. Uy, sonamos!, va a tener razón la nueva.
El 9 de marzo, 13 días
después, de mi humillación por las romanas, me encovidité y me recluí o
recluyeron hasta el 3 de abril. Y cuando me levantaron la pena ya todo el mundo
estaba recluido. Pandemia.
Sin salir, sin alterne, sin
vida más allá de las desgracias propias de las televisiones, mi cuerpo se fue
acomodando. Varias veces amenacé a la “pesas” con subírmele encima, mismo
resultado, de gordo cabrón para arriba. Aguanté, pero de vez en cuando la
relojeaba a esa hija de puta: te piso, no te piso…
Al final, fueron pasando los
días, los meses y un día junté valor, y a pesar de sus comentarios de “ya viene
el chancho porcino, la ballena varada, el elefante cabrón”, me subí y la
enamoré. “Rechoncho, gordito, no está mal”. Y así fue como con 28 kilos menos
nos casamos.
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