lunes, 17 de agosto de 2020

En este rincón, con 126 kilos de peso y calzón de rayitas celeste, el... puto gordo...

El 24 de febrero de 2020 me subí a la balanza y me llamó “puto gordo de mierda”. Es más, me dijo, “bajate ahora mismo que me hacés daño”. Me ofendí. Al día siguiente lo intenté de nuevo. Mismo resultado, “te va a pesar tu puta madre, gordo cretino”.

Bien, ante esto concluí que mi balanza último modelo no te pesa sino que te interpela. La intenté embalar de nuevo y metérsela por el orto a los que me la habían vendido, pero me llamó “cagón” y le dije “está bien, juguemos”. Me pesé en la de toda la vida, la que solo marca hasta el 120 y la muy hija de puta se posa en el 6 o en el 7, que desde lejos no veo. Uy, sonamos!, va a tener razón la nueva.

El 9 de marzo, 13 días después, de mi humillación por las romanas, me encovidité y me recluí o recluyeron hasta el 3 de abril. Y cuando me levantaron la pena ya todo el mundo estaba recluido. Pandemia.

Sin salir, sin alterne, sin vida más allá de las desgracias propias de las televisiones, mi cuerpo se fue acomodando. Varias veces amenacé a la “pesas” con subírmele encima, mismo resultado, de gordo cabrón para arriba. Aguanté, pero de vez en cuando la relojeaba a esa hija de puta: te piso, no te piso…

Al final, fueron pasando los días, los meses y un día junté valor, y a pesar de sus comentarios de “ya viene el chancho porcino, la ballena varada, el elefante cabrón”, me subí y la enamoré. “Rechoncho, gordito, no está mal”. Y así fue como con 28 kilos menos nos casamos.



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